9.000 kilómetros separan México de Aragón, dos territorios en apariencia muy distantes a los que sin embargo unen fuertes lazos sentimentales y culturales
Hace casi quinientos años, un monje de la orden del Císter que acompañaba a Hernán Cortés, Fray Jerónimo Aguilar, decidió mandar desde México al abad del Monasterio de Piedra, Antonio de Álvaro, una carta con una remesa de granos de cacao y una receta en la que por primera vez se le añadía a este, azúcar, canela y vainilla.
El Monasterio de Piedra, ubicado en la provincia de Zaragoza y, en la actualidad, uno de sus principales atractivos turísticos, se convirtió así en la puerta de entrada del preciado chocolate en Europa y en el escenario de la que sería la primera influencia mexicana en la cultura, en este caso gastronómica, aragonesa.
Este hito ―que marcó el devenir de la histórica Comunidad de Calatayud, todavía conocida en Aragón por su industria chocolatera― se rememora en el monasterio con un museo dedicado a un producto hoy profundamente integrado en la gastronomía aragonesa y protagonista de uno de sus dulces más típicos: las frutas de Aragón.
El cacao fue prácticamente el único nexo que unió México con Aragón ―un pueblo de interior poco dado a las migraciones de ultramar― hasta que, en 1936, estalló la Guerra Civil española y México se convirtió en el principal país acogedor para los exiliados republicanos españoles, hecho que el Consejo de Aragón ―órgano de gobierno regional durante la Guerra Civil con sede en la histórica localidad zaragozana de Caspe― quiso reconocer con un homenaje público que se recoge hoy en el libro ¡Mexicanos! Aragón os expresa su gratitud.
Entre esos 20.000 exiliados españoles había un buen número de aragoneses, algunos anónimos, como los padres oscenses y turolenses, respectivamente, de los profesores mexicanos Rosa María Seco y Gonzalo Celorio, que compartieron sus recuerdos sobre la historia vital de los aragoneses en el país centroamericano en el pequeño libro El exilio aragonés en México, editado por el Centro de Estudios y Recursos de la Memoria de las Migraciones de Aragón.
Las vivencias de aquellos exiliados políticos también quedaron reflejadas en la revista Aragón. Gaceta mensual de los aragoneses de México, que la institución Fernando el Católico, de Zaragoza, recuperó en edición facsímile y en cuyos cinco números, publicados entre los años 1943 y 1945, escribieron, entre otros, autores como Rafael Alberti, Federico García Lorca, Antonio Machado o Ramón J. Sender.
Entre esos represaliados que México recibió con los brazos abiertos, hubo también intelectuales aragoneses, como el científico Odón de Buen, padre de la oceanografía española, procedente de la zaragozana villa de Zuera, que terminó sus días en México, tras exiliarse en 1942 junto a sus hijos y nietos.
Aunque, sin duda, el más universal de los aragoneses acogidos por México en los años cuarenta del pasado siglo fue el cineasta Luis Buñuel, que desarrolló allí gran parte de su carrera cinematográfica, filmando en esas tierras títulos tan destacados como Los Olvidados o Nazarín, ambas obras premiadas en el Festival Internacional de Cine de Cannes.
Buñuel obtuvo la nacionalidad mexicana en los años cincuenta, recibió del gobierno mexicano el Premio Nacional de Bellas Artes en 1977 y falleció, a ese lado del atlántico, en 1983. Hoy, toda su trayectoria se recuerda en el Centro Buñuel de Calanda (CBC), ubicado en la localidad turolense que le vio nacer y que, al igual que las tierras mexicanas, dejó su impronta en su singular obra.
Cine, música e ilustración “maño-mex”
Buñuel rodó sus mejores películas mexicanas en los años cincuenta y medio siglo más tarde, en 2006, el cineasta mexicano Guillermo del Toro haría el camino opuesto para buscar en Aragón escenarios para su película El Laberinto del Fauno. Aunque, por razones logísticas, desechó la idea de rodar en el Pirineo aragonés, en las primeras escenas de la película, se reconoce el zaragozano Pueblo Viejo de Belchite, testimonio visitable de la cruenta Guerra Civil española.
Pero si hay una disciplina artística que demuestra que la cultura no tiene fronteras y que se retroalimenta de influencias de ambos lados del Atlántico esa es la música. Los 9.000 kilómetros que separan Aragón de México no impiden evidenciar los rasgos melódicos que comparten dos de sus principales manifestaciones folclóricas: la jota y la ranchera mexicana, género musical que el escritor Pío Baroja definió sin ambages como una “jota evolucionada”.
Estas primeras músicas de ida y vuelta pondrían el germen de intercambios musicales mexicano-aragoneses que se acentuarían con la irrupción de la radio, el cine, la industria discográfica y la televisión y que alcanzarían ya a finales del siglo XX su momento álgido, gracias al idilio que surgió entre los zaragozanos Héroes del Silencio, con su vocalista Enrique Bunbury a la cabeza, y el público mexicano.
“México adora a Héroes del Silencio”, titulaba El País en 2007 cuando un repleto Foro Sol de Ciudad de México coreó los himnos de los zaragozanos en su gira de reencuentro. Esa “adoración” continúa ―como muestran los sold out que Bunbury ha colgado en sus carteles para los conciertos que celebrará en Ciudad de México y Guadalajara en junio― y es mutua, como no deja de reconocer el cantante maño cada vez que tiene ocasión.
Bunbury ha versionado a José Alfredo Jiménez, se declara amante de la música tradicional mexicana, es seguidor de Siddhartha ―artista mexicano que le acompaña en su gira por EE. UU― y anuncia un nuevo álbum “que tiene una fuerte influencia de la música latinoamericana”.
Que la música une quedó también en evidencia durante la celebración de la Expo Zaragoza 2008, donde zaragozanos y mexicanos vivieron una noche de confraternización única durante el concierto de los Tigres del Norte, precisamente, en el mismo recinto que años después, en 2022, acogería, por primera vez en España, el festival mexicano Vive Latino, una iniciativa que ha encontrado en la capital del Ebro una calurosa acogida y que este año celebrará su tercera edición.
En este mundo globalizado, hiperconectado y viajero, los intercambios culturales son mucho más fluidos, sencillos y frecuentes, como se observa también en el ámbito de la ilustración y la producción editorial. De hecho, dos de los ilustradores más relevantes del panorama aragonés actual, Jesús Cisneros y Antonio Santos, comparten estrechos vínculos personales y profesionales con México.
La sintonía con colegas mexicanos y el cariño que escritores e ilustradores profesan al país latinoamericano dieron lugar, en 2017, al libro Querido México, “una declaración de veinte amigos —escritores, ilustradores, editores— enamorados de México” que tras el terremoto del ocurrido en septiembre de ese año decidieron “mandar un abrazo, enorme, cálido y fraternal a nuestros inmejorables amigos mexicanos”. Escrito por Jesús Marchamalo e ilustrado por el oscense Antonio Santos, cuenta con textos de otros aragoneses, como Sergio del Molino, y con ilustraciones de, entre otros, el oscense Isidro Ferrer y la zaragozana Elisa Arguilé.
Lejos quedan aquellas semillas de cacao que, por primera vez, unieron dos tierras tan alejadas, tan diferentes y, al mismo tiempo, tan afines sentimental y culturalmente. Dos territorios unidos por la solidaridad y la cultura en el más amplio sentido de la palabra.